Cuéntame cómo era ayer el mundo, que el de hoy se cae a pedazos. Dicen
que siempre hubo esta sensación de orfandad, pero yo no puedo sentirla en mi
piel. Yo me caigo ahora a pedazos. La trivialidad del fútbol y la policía de
apodera de las calles, ni siquiera el tiempo y la muerte parecen tener
importancia. ¿En qué mundo vivimos? Cuéntame cómo era pasear por una calle
cuando las personas se miraban y se deseaban buenos días, cuando existía un
enemigo al que aniquilar y no un enemigo ambiental, un enemigo que se respira en
las sombras, incorpóreo, sin identidad definida. Siéntate aquí, y mírame a los
ojos, para contarme cómo antes las personas se miraban a los ojos; dime como
era tener un perro que caminaba a tu lado sin necesidad de una correa. Háblame
de todo aquello que existió: la confianza y el honor; porque los primeros
hombres pusieron nombre a lo que existía, lo que no existe nunca se denominó. Así
que no me hagas creer que no existieron porque la libertad, la confianza y el
honor tienen nombre, existieron. O, ¿acaso fueron elucubraciones de poetas
locos, de artistas desvelados que confiaron en un mundo? Porque mientras el
mundo duerme, es muy fácil confiar en él. Lo sé, porque salgo a la calle de
madrugada y no hay seres humanos, ni odio, ni rencor, ni falsas miradas; y
entonces todo puede existir. Es como si el mundo fuera nuevo, como si al
amanecer pudiéramos crear un lugar donde vivir. ¡Vivir!, que nunca fue lo mismo
que sobrevivir. ¡Cuéntame que aún existe esperanza para la raza humana! Aún
conservas luz en la mirada, a ratos ocupas tu pequeña despensa y te apagas
pero, a ratos, ¡porque aún conservas luz en la mirada! Aún me miras a los ojos
y confías y dices que todo va a estar bien en este mundo que se cae a pedazos entre
insultos callados y miradas nunca cruzadas.
Hablar con uno mismo es darse cabezazos en una iglesia vacía, donde
retumba el eco de las plegarias que nunca fueron concedidas. Porque se rezó a
mil dioses para evitar una fatídica muerte, pero murieron. Todos murieron en la
esperanza de que el mundo cambiara sin caerse a pedazos. Ahora sólo quedan
piezas sin esquinas, cachitos perdidos de vaso que se estrelló contra el suelo
en algún mal humor de alguno de aquellos dioses. También la desesperanza será
una ofensa a los dioses, quizá por eso a la raza humana no le quedé salvación.
Demasiadas ofensas a esos seres que nunca supimos dónde nos abandonaron para
irse a jugar al mus, apostando –quizá- con nuestras almas.
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